
Tras su fallecimiento, Adolfo Suárez entra en la Historia con mayúscula. Lo ha hecho obviamente por su decisiva contribución política al cambio de la sociedad española hacia una democracia representativa, plenamente homologable con los regímenes constitucionales de nuestra época, tras cuarenta años de un régimen fuertemente autoritario y cerrado al exterior. Pero, en mi opinión, deberíamos también reservar a Suárez un lugar destacado en la historia de nuestra economía, por dos razones. En primer lugar, por su acierto al elegir a aquellas personas que, con prestigio y competencia técnica, podían orientar el rumbo de la política económica española, entre las que sin duda destacaba Enrique Fuentes Quintana. En segundo término, por el decidido apoyo político e institucional al equipo encargado de llevar a la práctica las difíciles medidas de saneamiento económico que aquella orientación exigía. Porque lo cierto es que la situación de la economía española, al iniciarse la transición política, no ayudaba en absoluto a un cambio social tranquilo y sosegado. Se manifestaban entonces fuertes desequilibrios económicos, tanto internos (inflación y paro), como exteriores (déficit de la balanza de pagos por cuenta corriente). La corrección de tales desequilibrios exigía aplicar medidas que implicarían un coste social considerable, con serios sacrificios para una parte importante de la población española.
En su economía, España venía sufriendo los fuertes embates de la crisis energética desatada en el mundo a finales de 1973 y prolongada después durante nueve años. Afrontar ese reto y sus consecuencias hubiera exigido, desde el principio, fuertes ajustes sociales, pero en la situación agónica del régimen se prefirió demorar cualquier acción que implicara sacrificios para la población española. Tras la muerte del general Franco y el desmoronamiento de su sistema político, se desataron —con razón o sin ella— intensas tensiones sociales, hasta entonces silenciadas o reprimidas. Los sindicatos nacientes y las opciones políticas que les respaldaban iniciaron una acción fuertemente reivindicativa, pero la respuesta de los primeros gobiernos de la transición, incapaces de de enfrentarse a la presión social sin comprometer la reforma política, consistió básicamente en permitir una expansión fiscal, monetaria y crediticia tan amplia como exigieran las circunstancias. Todo para evitar tensiones. Las consecuencias de esos errores fueron dramáticas y exigían una actuación decidida por parte del gobierno de UCD, formado en el verano de 1977 tras las primeras elecciones democráticas.
En efecto, la permisividad monetaria y del crédito habían incrementado los precios de consumo, en una espiral inflacionaria de creciente intensidad. En julio de 1977, la tasa de inflación interanual se elevó al 25%, y todos los modelos apuntaban a un incremento del IPC no inferior al treinta por ciento a fin de año. Esa tasa de inflación, desconocida en la Europa del momento y más propia de economías subdesarrolladas, dificultaba el cálculo económico racional para los inversores y provocaba una redistribución de rentas de consecuencias sociales imprevisibles.
Por su parte, las presiones de unos sindicatos con poca experiencia negociadora, no siempre realistas y a menudo fundadas en la simple reivindicación política, desequilibraron el mercado de trabajo, provocando una tasa de desempleo hasta entonces desconocida. Los acuerdos salariales se cerraban con varios puntos por encima de la inflación, por alta que ésta fuera. Con más de setecientos mil parados a mediados de 1977 y sin mecanismos adecuados de compensación, los desequilibrios del mercado laboral y la dinámica del desempleo parecían insostenibles a los ojos de los mercados financieros internacionales, donde aún se dudaba del éxito de la transición y de la consolidación de la democracia en España.
Esta lamentable dinámica -inflación con desempleo se reflejaba en un déficit de la balanza de pagos superior a 5.000 millones de dólares (cifra esperada para el año 1977 y entonces considerable), con rápido agotamiento de las reservas de divisas y tensiones cambiarias permanentes. En tales condiciones, y con tales perspectivas, operar en España parecía una decisión insensata a los ojos de cualquier inversor potencial.
Tal era el diagnóstico que Enrique Fuentes Quintana y su equipo presentaron a Adolfo Suárez, quien, con fina inteligencia política, valoró las consecuencias sociales de cruzarse de brazos y, al mismo tiempo, los sacrificios que una política estabilizadora y de reformas -la única posible implicaba para la joven democracia española. Con el coraje y la determinación que le caracterizaban, Suárez aseguró todo su apoyo al equipo técnico de Economía para elaborar un conjunto de medidas que, debidamente estructuradas, se reflejaron en el Programa de Saneamiento y Reforma Económica, que sirvió de base a los llamados Pactos de la Moncloa. No fue fácil pero, con la comprensión y el liderazgo político de Suárez, el programa pudo llevarse a la práctica y la economía española, saneada tras muchos esfuerzos, logró años más tarde abrirse al Mercado Común Europeo, e iniciar un período de progreso y bienestar.
Claro que ello exigió por parte de todos (Gobierno y oposición) una disposición al acuerdo, una lealtad constitucional, y un sentido de responsabilidad política que muchos todavía añoramos.
Juan José Toribio fue director general de política financiera entre 1977 y 1980.
(Este artículo fue publicado en el diario Expansión el pasado 24 de marzo de 2014.)